Escapar no había sido fácil, El Mirador,
como le llamaban los nativos de la zona, era una tierra sin recuerdo, perdida
en las penumbras de la selva más espesa al norte de Itzá, no existía camino
conocido ni por los guías más expertos ni por los nativos más audaces, era una
aventura bajo el riesgo de los que se atrevían a andarla, la jungla tropical
guardaba muchas sorpresas y peligros, más de los últimos que de los primeros,
pero el premio era prometedor, no eran tesoros o riquezas, esos ya hace mucho
que habían desaparecido, la tierra misma se encargó de esconderlos para evitar
las avaricias de los Q'eqchi'.
El camino que más les acercaba llegaba
hasta Xultún y esto era a unos 500Km de su destino, una pequeña aldea que no
hacia honor al título, el calor húmedo hacia que las ropas se pegaran al cuerpo
con un sudor pegajoso que se podía sentir a lo largo de los brazos. Xultún
estaba formado por no más de una veintena de familias todas nativas Q'eqchi' y
casi ningún individuo de habla castellana, pero no importaba, solo era la
última parada antes de empezar el verdadero viaje y se habían preparado con las
frases más necesarias del q'anjob'al, el idioma nativo de estas tierras, todos
salieron a recibirles, asombrados por sus artefactos y tocando lo que alcanzaban,
pero la curiosidad no fue por mucho tiempo, algo acostumbrados estaban de
recibir ese tipo de visitas no tan frecuente como deseaban.
Como pudieron hicieron algunas compras de
lo que los Q'eqchi' dejaron que se vendiera, nada era producto empacado, como
hubieran deseado, unos cuantos recipientes para agua hechos de barro, mecapales
y uno que otro recuerdo, no es que necesitaran algo era solo la simple
curiosidad de llevar un parte de todo lo que encontraban. Trataron de convencer
a uno de los nativos, un muchacho escuálido, de pelo negro y tieso con unos
ojos muy atentos, solo vestía con un taparrabo y era de los pocos que podía
decir algunas palabras en castellano. No
aceptó, no se vio tentado por las cantidades de billetes verdes que sabía solo
servían para comparar unas cuantas cosas que traía uno que otro comerciante
eventual, lo mismo les habían contestados otros cuando intentaron comprar y más
decidieron vender por la insistencia de los exploradores que por la necesidad
del papel sin valor para ellos.
Intentaron seducir a Ehécatl, el joven de pelo tieso y ojos grandes, como pudo rechazo cada
oferta aunque sí dudó por un momento cuando le ofrecieron llevarle a la ciudad
en un viaje esporádico, por pura curiosidad. No lograron más que sacarle un poco de información sobre la ruta a
seguir, ya sabían de los mosquitos con mordidas como feroces perros, de sobra
entendían el calor húmedo y sofocante, el fango no representaba problema alguno
según ellos, las lluvias esporádicas pero diluvianas era de esperar, y bien
advertidos estaban de las noches negras y conciertos de sonidos de todo tipo y
clase de animales y bestias conocidas y desconocidas, fue sorpresa el rio, que
como pudo Ehécatl lo describió como una fuerza indomable y que solo se podía cruzar
en los días más secos de verano, cuando la corriente estaba baja, no era el
caso de estos exploradores, según ellos también consientes de las tormentas de
la actual temporada, también les dijo que lo mejor era bordear Kaan Witz, una
montaña al oeste de Mopán que recientemente había sido explorada pero solo por
los aires debido a su remota ubicación, habían escuchado los rumores de una
cueva que podía acortar su viaje en no menos de una semana, y al preguntar por
el paso de Ac’tún, Ehécatl hizo una mueca de espanto y con ademanes y palabras
que no entendieron en lo absoluto comprendieron que deberían de alejarse de ese
lugar. Esas fueron algunas de las advertencias y consejos que recibieron en el
último oasis de su trayectoria, después de pasar la noche en unas cabañas secas
y cómodas empezaron el verdadero desafío mucho antes que saliera el sol.
Era
fresco el clima de la madrugada y en la aldea no se escuchaban rastros de vida,
solo unas cuantas mujeres sacando el maíz para moler, unos cuantos perros
haciendo sus rondas matutinas para marcar el posible territorio invadido
durante la noche. Ehécatl les acompaño en el inicio del viaje, hasta donde él
consideró lo sanamente seguro, que no eran más de dos o tres kilómetros desde la
aldea.
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