Una tarde gris, nubes cubren los cielos hasta donde la vista alcanza, es un día normal en este pueblo, lejos de todo lo que llamamos civilización, ubicado a muchos grados al norte de ningún lado y otros cuantos al sur de ninguna parte, es raro ver a visitantes en esta época del año, a decir verdad, es raro ver visitantes durante todo el año. Un par de estos irrumpe la tranquilidad de este poblado, no parecen conocer el lugar, con miradas de curiosidad y confundidos por el paisaje hacen notar el desconcierto de no saber a dónde dirigirse. Un perro ladra a lo lejos, sintiendo la presencia de extraños en su territorio pero sin los ánimos avivados de salirles al encuentro, nadie está por las calles, no son muchos los interesados en los nuevos visitantes, el opaco color café de la madera podrida adorna la mayoría de las casas, unas cuantas todavía conservan el color de los días de gloria, ventanas rotas, grama seca, arboles sin hojas, una húmeda brisa recorre las calles.
Desde la casa más cercana a la entrada de este pueblo rechina la madera de lo que aparenta ser el piso, se acerca a la puerta una mujer de avanzada edad, su cabello un poco desaliñado y blanco de experiencia, un rostro con tantas marcas de la vida que solo la naturaleza puede acomodar con tan perfecto trazo, sus temblorosas manos se extienden hacia los desconocidos, estos deciden caminar a su encuentro. Ellos no parecen analizar nada de lo que está a su alrededor, visten despreocupados, no poseen equipaje, ni mochilas, ni bolsas a sus lados, caminan con paso lento, la mirada de desconcierto ha desaparecido de sus rostros solo se ve en ellos la determinación de aquel que sabe cuál es su objetivo en su viaje.
No son conocidos, los extraños y la anciana, pero la expresión de la anciana, ahora sentada en una rustica mecedora en el pórtico de su casa, es de aquella que ha estado esperando a alguien con ahínco, sus fuerzas no son muchas, el tiempo las ha robado. Los extraños se acercan, le ven a los ojos, grises, tristes y sin consuelo, no han dicho una palabra por un par de largos minutos, se invitan a pasar y la anciana no reacciona, ella cierra sus ojos y su rostro tiene la expresión de satisfacción por estar en el lugar correcto. Con lo poco de fuerzas que queda en sus cansados músculos se levanta y atiende como reyes a los extraños, sirve lo mejor de sus reservas sin importarle lo que gastare para ellos, hace mucho que no cocinaba tal banquete, y no le importa lo poco que puedan soportar sus delicados huesos, hace todo el trabajo necesario para tener a los nuevos huéspedes lo mas cómodos posibles. Luego de disfrutar de lo mejor que se podía ofrecer en ese recinto, pan seco, pocos frijoles negros, huevos y agua que sin duda no era para ingerirse, se levantan, dan un fuerte abrazo a la anfitriona, uno que ella ansiaba desde hace mucho, uno que le hace sentir el calor del amor que hace mucho no sentía, uno que le hacía falta. Dan la vuelta y salen por la misma puerta por la que entraron, con una sonrisa en los labios y expresión de satisfechos en los rostros por el banquete recién servido, dejan el poblado sin señales de saber hacia dónde se dirigen.
La anciana ve hacia el cielo y ya no está gris, un azul celestial adornado con nubes de alegría pintan el paisaje, las flores dan sus mejores colores y la grama dibuja un verde renovado, el perro que sin ánimos ladraba ahora juega en la pradera, los arboles florecen y la anciana con una sonrisa que queda corta para expresar su felicidad, se despide hacia el vacío.
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